VALDELATEJA Paraíso del Rudrón
VALDELATEJAParaíso del Rudrón

Recuerdos

Yo, David Palomar Hidalgo, nacido en este pueblo célebre y querido que tiene por nombre Valdelateja, hijo legítimo de David Palomar y Felipa Hidalgo, que por eso entro en el gran círculo de los Hidalgo de Valdelateja, quiero narrar hechos y costumbres de este famoso rincón del Rudrón.

Grande en terrenos, con riscos accidentados, su río Rudrón, el Castillo, cuevas famosas como la de Val, en las Parrillas, camino que conduce al pueblo de Cortiguera; o Covángel, la cueva de Ángel, que lleva dicho nombre porque así se llamaba el señor que con su mulo subió una pila de piedra, que colocó debajo de donde caen unas gotas de agua, que salen de una grieta que tiene la peña de no menos de cien metros de altura.

 

Fiestas

Anécdotas

 

Los Reyes Magos

Carnavales

Santa Águeda

Fiestas de Septiembre

El día de Difuntos

Pescando cangrejos

El tiroteo

De cabeza al Rudrón

El veloz Jerónimo


A la mili

La venta de la trucha

El campanario de la iglesia

El juego de bolos

 

El gran horno de carbón

 

La venta de la trucha

Un domingo por la tarde íbamos los de mi edad a bañarnos a la presa de la Casilla. Al pasar por Riocampo vimos, en medio del río, una trucha muerta. Me tiré y la saqué. Pesaría medio kilo.

Haciendo planes referentes a qué hacer con ella, llegamos al canal. Vimos que había en él tres truchas. Éstas estaban vivas. Pusimos manos a la obra, pero cogimos nada más que una, las otras dos, apaleadas, escaparon. Cogimos la más pequeña, de las que se llaman “cuarteronas”.

Decidimos subir al pueblo a ver si podíamos venderlas. Hubo quien dijo “¿Y si se muere alguno por comer la trucha grande?”. Razonamos: como la trucha había muerto ahogada con el cangrejo que tenía en el pasadero, no sucedería nada. Convencidos todos, sacamos el cangrejo de la boca de la trucha y ¡a la venta ambulante!

Estaban las mujeres jugando a la brisca en la plaza de Don Ricardo de la Torriente y les presentamos nuestra mercancía diciendo que estaban en el canal de la Casilla y que se nos habían escapado otras dos. La cosa fraguó bien. Se levantó la señora Felipa Díaz, madre de Desiderio, que estaba metido en la sociedad con nosotros, y nos ofreció cinco pesetas. La cogimos por la palabra diciéndole: “¡Buen provecho le hagan!”

En aquellos tiempos no se manejaba dinero. Sólo llevaba la buena mujer una perra de aquéllas de cobre, por si perdía la partida, que era lo que jugaban en toda la tarde. Nos mandó pasar a casa, al otro barrio, que allí nos pagaría. Así fue, nos pagó, colgó las truchas en un clavo en la cocina y volvió a jugar a las cartas.

Desiderio, muy astuto, después de marchar su madre entró en casa, descolgó las truchas y se las echó a los gatos, que ya estaban esperando a ver cómo las podían descolgar ellos. Así se quitó un cargo de conciencia el compañero Desiderio.

Pasamos todos los socios juntos a la taberna de Julia y nos gastamos las cinco pesetas en unos porrones de vino clarete con gaseosa envuelto. Lo bebimos muy bien repartido. No le dejamos beber más a Desiderio porque el dinero fuera de su madre. Todos, trago a trago hasta que se acabó. Domingo concluido y divertido.

Lo contaba la señora Felipa con pesar: “Yo que iba a preparar la cena y veo que las truchas no estaban. Me extrañó que los gatos estaban tumbados y no se movían cuando entré en la cocina, porque siempre están pidiendo para que les eches de comer. Cuando vi un trozo de trucha en el suelo, entonces ya me figuré lo que había pasado.”

Se lo contó a su marido, Salvador Hidalgo, lo que había pasado. La contestó: “Felipa, ¿es que tú no sabes que los gatos viven de las mujeres descuidadas?”
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El campanario de la iglesia

Por el año mil novecientos treinta y nueve se construye el campanario de la iglesia de Valdelateja. Antes, en el ángulo que hace la sacristía con la puerta de entrada a la iglesia, había un rectángulo de cuatro metros de base por tres de altura. Allí había dos campanas. Fijas, no daban vueltas al aire, se tocaban de abajo con una cadena.

Este recinto estaba muy deteriorado, la construcción era de toba y madera por lo que se había quedado de mal ver y viejo y se decidió hacer una respadaña nueva.

Las piedras de sillería, tanto las de las esquinas como las del campanario, fueron arrancadas de la iglesia de Siero. Luego se bajaron arrastrando en corzas.

Estas corzas consistían en un árbol gordo con dos extremidades, en forma de Y. Este artefacto iba arrastrado por el suelo, tirando de él una o dos parejas de vacas, según fuera la carga de piedras.

El campanario lo construyeron los canteros del “Valle Redible”, que eran los más famosos del contorno y hacían las obras de más presupuesto.

Mandaron fundir las dos campanas viejas al campanero de Santa Cruz del Tozo, que fabricó las dos que hay en la actualidad.

Desde que se quitaron las campanas hasta que se colocaron las nuevas en el nuevo campanario, se tocaba a todos los actos de la iglesia con una azada sin mango colgada de un alambre. Se sujetaba con una mano y en la otra un martillo y se golpeaba. Sonaba igual que una campana auténtica. Así se estuvo haciendo hasta que se inauguró el campanario.

La primera temporada hacía mucha ilusión tocarlas a volteo, tanto que los mayores reñían. Las tocaban los jóvenes cuando llegaban de las romerías y los mayores se levantaban de la cama creyendo que había fuego. Al día siguiente, la bronca aguda. Luego se fue quitando la costumbre.

Al año siguiente se hicieron las fuentes, la de la plaza de Don Ricardo de la Torriente y la del puente. También se hizo el lavadero. Esta obra fue contratada y dirigida por Gonzalo Estévanez, “En la cantidad módica de quince mil pesetas”. El pueblo dio la tubería que había quitado de Fuentelalancha.

Esta tubería la quitaron porque iban a beber los rebaños de Sedano y Nocedo y pasteaban por el contorno. La tubería cubrió de la fuente del puente hasta la de la plaza del Campo o de Don Ricardo de la Torriente.

Este constructor era dueño de la central de la Casilla de Riocampo, que daba la corriente a Valdelateja, Quintanilla, Escalada y Turzo y por otra parte a varios pueblos de la Lora.

Años más tarde se arregló la iglesia y la plaza que tiene hoy, antes era muy pequeña, se hizo el muro y el bordillo para que no se caigan los niños, se plantaron los castaños. Unos vecinos plantaron los de la iglesia y otros, los más jóvenes, subimos a plantar los de Fuentelolmo. Había nieve y hacía mucho frío. Entraba el aire como si no tuvieras ropa. Esta fecha sería alrededor de mil novecientos cuarenta y ocho. Hoy nos están dando cosecha de castañas y buena sombra a la hora de tomar el blanco.
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El juego de bolos

En Valdelateja había afición a jugar a los bolos en la modalidad de pasabola, con tres unidades.

El campo de juego consistía en un cas, donde se ponía el pie para lanzar la bola, un tablón con tres topes de chapa, donde se plantaban los tres bolos de madera; más adelante, un trozo de árbol gordo, que se llamaba viga, separada unos ocho metros de los bolos plantados. Este es el campo.

El juego es, coger corrida para dar impulso a la bola poniendo el pie en el cas y lanzando la bola por el tablón adelante, y dar fuerte a los bolos y llegar la bola a la viga.

La partida se desarrolla de la siguiente manera: se puede jugar individual o con más compañeros. Por estos pueblos se jugaba la partida un grupo contra otro con la misma cantidad de jugadores, se contaban los bolos que hacía cada uno, se sumaban todos los del grupo, se hacía lo mismo con el otro grupo y el que mayor número de bolos había hecho, aquél ganaba el juego.

La partida constaba de tres juegos.

El grupo que perdía el juego tenía la opción a poner los valores para el siguiente juego, pensando en los que podrían beneficiarles.

Las reglas y valores del juego eran estas: primera, “a pie quieto”; segunda, “con calle” o “sin calle”; tercera, “con llegada”; cuarta, “los bolos al vuelo”; quinta, “los bolos saltando por el campo de juego”; sexta, “ganajuego”.

“A pie quieto” quiere decir poniendo el pie en el cas, sin coger corrida. Los bolos que hagan valen el doble si lo ha puesto de premio el que puso los valores.

“Con calle” quiere decir que hay que tirar todos los bolos. Si queda alguno plantado, esa tirada no vale ningún tanto. “Sin calle” quiere decir que se cuentan todos los bolos que se tiren.

“Con llegada”, si la bola, después de tirar los bolos, no llega a la viga, esa tirada no vale ningún tanto. “Sin llegada” quiere decir que después de tirar los bolos, se quede la bola donde se quede, los bolos tienen el premio adquirido.

“Los bolos que salen al vuelo” tienen un premio, “los bolos que salen saltando por el campo” tienen menor premio.

El “ganajuego” es una raya hecha más delante de la viga. Si algún bolo llega hasta ella, gana el juego.

Estas reglas pueden variar en cada zona. En nuestro pueblo, Valdelateja, eran estas y buenos porrones de vino que se jugaban.

En el pueblo había cuatro juegos de bolos, uno en el Parral, propiedad del señor Doroteo y Felisa; otro, del señor Primo y Justa, detrás de su casa; otro en la Isla, cerca del puente, pertenecía a los mozos; y el otro en la Isla Bajera, éste pertenecía los chavales de la escuela.

Cuando lo hicimos, fuimos a cortar un roble a Cuestalrío, lo trajimos a hombros entre seis, tuvimos que descansar muchas veces, una de ellas fue al lado de la escuela. Ésta es difícil de olvidar, al tirarlo al suelo cayó antes de un lado y rodó un poco, fue a parar encima del pie de Emilio Hidalgo. El accidente no fue grave, pero sí que se le quedó la uña del dedo gordo negra.

Hicimos el juego de bolos deseado. Se jugaba muy bien, los bolos salían despedidos haciendo poca fuerza. Venían a tirar algunas boladas los mozos, decían: “Da gusto cómo salen los bolos”.

Pero un día, cuando fuimos a jugar, no teníamos tablón donde plantar los bolos, nos lo habían arrancado y tirado al río. Menos mal que era de roble y estaba verde y se hundió en el agua.

Preguntando, nos enteramos que habían sido los mozos, porque decían que les habíamos cogido una bola que les faltaba. Se aclaró la cosa que no teníamos nada que ver con el robo y nos dejaron en paz por esta vez.

Nos desnudamos y ¡patos al agua!, a sacar el tablón de donde nos lo habían tirado. Nos cubría el agua enteros. Nadando lo sacamos hasta la orilla, colocamos el tablón y ¡a jugar de nuevo!

Esta costumbre no se les quitó nunca, siempre nos amenazaban con tirarnos e tablón al río. Así que les hacíamos lo que nos mandaban, con respecto al juego de los bolos. Nos habían cogido cuesta abajo.
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La fiesta de Reyes

El día de los Reyes, tan esperado por los chavales y chavalas, y casi todos los años cubierto de nieve, muy pronto por la mañana salíamos todos de casa con nuestras bolsas en la mano, nuestras botas de goma o almadreñas y unas velas colgando de las narices, para recorrer el pueblo y pedir el

“Aguinaldo Rechinaldo que se hacen las sopas de caldo”

Se cantaba la canción y salían las dueñas de las casas, que nos decían felices Reyes y nos daban unas manzanas que ya tenían escogidas, las más pequeñitas, para que nos pesaran menos; esto lo hacían sin malicia... . Si eras algo de la familia, te daban una perra de cobre o un choricito de no más de cuatro centímetros de largo.

Cuando llegábamos a las dos tabernas, era diferente a las demás casas; si veníamos del barrio de la Iglesia, nos tocaba la taberna del Tío Primo Ruiz. Nos hacía entrar y nos daba una galleta de aquellas que yo tengo en el alma, rectangular, de coco; y unas aceitunas tan buenas que veíamos relucir el sol aunque estuviera nevando. Cuando marchábamos y le dábamos las gracias, a aquel buen hombre se le caían las lágrimas de alegría.

En la otra taberna nos esperaba la Señora Felisa, que con aquella gracia que tenía nos decía: “Pero benditos, ¡que frío traéis!”, y nos daba unos higos o unas pasas, que era lo que más nos gustaba, porque nueces y manzanas ya teníamos en casa.

También venían los pastores pidiendo, con una alforja al hombro; a ellos les daban una cazuela de alubias o de garbanzos y un trozo de tocino o algo por el estilo.

Así concluían los Reyes Magos.
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Santa Águeda, la fiesta de los mozos

El día cuatro de Febrero por la noche, salían los mozos a cantar por las calles, bien armados con unas jarritas de vinillo en el estómago y alguna bota con vino colgada del hombro. Entonaban algunas de estas canciones:

“A ésta puerta hemos llegado
unos cuantos en cuadrilla
si quieren que les cantemos,
bájenos la bota llena y unas sillas”

“Amigo Samuel,
ya te puedes levantar,
porque se ha soltado el burro
y te cagó el portal”

“Esas dos hermanitas
que duermen en cama de alambre,
mucho me gusta la pequeña,
pero más me gusta la grande.”

El día cinco, Santa Águeda, algunas veces con las calles cubiertas de nieve, salían los mozos a pedir por las casas, con unas copichuelas de orujo o moscatel en el estómago, sonrientes y muy contentos.

La costumbre era dar huevos, tocino y chorizo. Cuando se le daban los buenos días al ama de la casa, se le solía decir: “No se corte usted los dedos, corte por un poco más arriba que somos muchos compañeros.”
Después de recorrer todo el pueblo, se tomaban otros pocos tragos para poner el cuerpo a tono, y así, entre juegos y alegrías, llegaba la hora de comer. La comida consistía en varias tortillas de patata, chorizos y torreznos de tocino, todo esto acompañado de buenos tragos de vino; luego juerga y copas.

Por la noche se invitaba a las mozas a la cena, juegos de cartas, chocolate y baile hasta muy avanzada la noche.

Esto no se me olvidará nunca: un día de la Santa invitaron a cenar a los casados, cenaron bien y bebieron mejor. Se juntaron el tío Toribio Merino y el tío Juanito Varona. Recordando los años cuando eran mozos; contaron chistes, enredos, zaragatas y trapisondas, y cantaron canciones como éstas:

“De encargo hice unas botas
a mi prima Enriqueta
y me ha devuelto el calzado
porque dice que le aprieta.
Y yo le dije que la primera vez
hay que aguantar la estrechez”.

“Una niña muy bonita
fue a casa del zapatero,
hágame usted unas botitas
que estrenarlas pronto quiero;
las botitas ya están hechas,
se las puede ya poner.

¡Ay¡ la una no le viene,
no le viene, bien al pie;
pues catorce puntos tiene
y ya verás como le viene
si se la meto yo.”

Con estos y otros acontecimientos tomamos el chocolate con churros cuando ya amanecía.
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Carnavales

Por los carnavales también se pedía por las casas. A los chicos y chicas que íbamos a la escuela, nos daban huevos, chorizos y tocino.

Comíamos las tortillas con chorizo, torreznos, unos tragos de clarete, y bailábamos a nuestra manera; pasábamos muy bien la noche todos juntos y nos retirábamos pronto para casa.
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Las fiestas de Septiembre

Eran las principales.

El día once por la noche se daba el pasacalles con la orquesta, tocando por todo el pueblo.

El día doce, de madrugada, se recorrían todas las calles, en cada casa se tocaba una música corta y movida para despertar. Un mozo decía: “¡A la salud del dueño de la casa (diciendo el nombre de éste) y compañía!”, y le acompañaban todos los mozos diciendo: “¡Que viva y que viva!”; éstas son las famosas dianas.
A las doce había misa cantada, con procesión. Se sacaban las Vírgenes de Siero a hombros de los mozos, y la Virgen con el niño Jesús la llevaban las mozas. Todo el pueblo en dos filas, la música tocando y las campanas volteando.

En primer lugar iba un mozo con el estandarte, detrás las Santas y la Virgen, después las autoridades con sus respectivos bastones de mando, y luego el Párroco, a la sombra de una colcha que llevaban seis hombres en alto, sostenida por unos palos –a este artefacto le llamaban “Patio”–. Todo un acontecimiento con el “pin pan” de los cohetes. (Me lleno de alegría cuando lo recuerdo. Que hayan desaparecido esos días me pone triste).

A la salida de misa, tocaba la orquesta en la plaza de Don Ricardo de la Torriente. Esta hora no era para bailar, pero si para tomar el blanco.
Después de comer, rosario y cánticos religiosos. Luego empezaba la salsa, el baile, todo el pueblo bailaba, pequeños y grandes, hasta la hora de la cena. Alrededor de las once, verbena de un par de horas de duración.

El día trece, dianas para los invitados que se habían quedado a dormir. Por la tarde era típico, cuando había algún forastero distinguido al que le sonaran los reales en el bolsillo, se le hacía “la entradilla”: en medio del baile se colocaban una mesa y unas sillas, se hacia sentar al “distinguido”, se escanciaba una cerveza, bailando todos los mozos alrededor, la música tocando acompañada de unos cohetes, y se le decía “¡Que viva y que viva!”, y con un poco de guasa: “¡Se portará!”. Había baile toda la tarde y luego verbena .

Día catorce, fiesta y juerga, se ponían un poco finos los casados; era la única vez en todo el año que veíamos a nuestros padres bailar.

El día quince, ésta si que nos salió mal, después de tantas vacaciones de verano y tantas fiestas... a las ocho de la mañana a la escuela para empezar el curso que no acababa nunca. ¡Qué desilusión!
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El día de difuntos

El día uno de noviembre había otra costumbre: los mozos guardaban fiesta y mataban un borrego o una oveja. Este animal solía estar en buenas condiciones para el sacrificio, grande y gordo, lo guisaban y hacían la comilona.

El pueblo les pagaba una cántara de vino por tocar las campanas toda la noche; estos toques se llamaban a difunto, ya que el día dos es el día de los difuntos.

Con la comilona y el vino tranquilizaban la conciencia y templaban los músculos.
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Pescando cangrejos

Anécdotas hay muchas; ésta nos pasó a las chicas y chicos de mi edad:

Un domingo de Setiembre, después de salir del Rosario nos fuimos a pescar cangrejos, había muchísimos. Bien armados con un tenedor amarrado a un palo largo, así los cogíamos donde nos cubría el agua, otros los cogíamos a mano.

Íbamos río arriba, pescando y gritando, uno porque se había sentado en el agua, otro porque tropezó, se cayó y se mojó, otro porque se le había escapado un “sanazas” (este nombre se le daba a los cangrejos que tenían las patas delanteras muy grandes). Así íbamos subiendo, llenando el saco y armando griterío. Al llegar justo enfrente del Balneario, donde había una campita muy curiosa al lado del río, aunque era media tarde, parecía que se hubiera nublado el sol de repente o viéramos fantasmas, pero no lo eran... apareció la pareja de la benemérita, se nos cortó toda la alegría que teníamos y se cambió por pánico.

Primera fase: nos tiraron todos los cangrejos al agua, nos hicieron unas cuantas preguntas, con guasa por su parte, que por dentro se estaban riendo, pero por fuera conservaban la cara de guardias.

Por último, la sentencia: a los chicos nos mandaron poner en fila india y pasar por medio de ellos dos, nos daban una patada en el “redondo” y multa pagada; cuando llegamos al pueblo, todavía nos temblaba el culo.

Las chicas corrieron mejor suerte, no les hicieron nada. Luego dicen que están discriminadas...
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El tiroteo

En una ocasión, visitando la cueva de Covángel, sería domingo o fiesta, subimos por el monte como siempre chillando, chicos y chicas de la misma edad, unos quince o veinte.

Recorrimos todas las cuevas pequeñas que hay alrededor, bebimos agua de la famosa pila y luego bajamos por un cascajo de piedra menuda recto hasta cerca de la carretera. Allí se encuentra un horno donde hacía cal la generación anterior. Es un hoyo en la tierra de unos cinco metros de altura y otros tantos de diámetro forrado de piedra. (Ésta si que pudo ser gorda, no la contamos en el pueblo en mucho tiempo). Reunimos muchos palos secos y uliagas,

ésas que arden muy bien, y los prendimos dentro del horno. Alguno de la cuadrilla encontró dos cargadores de balas de fusil, no era raro verlas, ya que por allí hubo mucho tiroteo durante la guerra. Comentándolo decidimos tirarlas al fuego; reunidos todos pensamos alejarnos un poco, pero todos queríamos ver lo que pasaba, así que no fuimos lejos; cuando nos agachamos todos, tiramos las balas al fuego... aquello parecía una traca de feria, salían las balas silbando.

Cuando pasó todo el tiroteo buscamos unas bellotas, las asamos y las comimos amigablemente.

Estas excursiones las hacíamos chicas y chicos juntos por edades cercanas y así pasábamos los días de fiesta.
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De cabeza al Rudrón

Otro caso muy curioso que con suerte me pasó a mí, David, conocido como “el rubio pequeño”, siempre muy movido, así que me encontraba en todas las fechorías.

Era pleno verano, parte de la gente estaba en las eras trillando. Algunos pequeños jugábamos para coger la rama de un cerezo que estaba en la era del Tío Mariano. Cogíamos un poco de corrida para saltar y así poder coger la rama, pero una vez no la cogí y bajé dando vueltas hasta el río, había un desnivel de unos seis metros, cubierto de zarzas y maleza. Los compañeros dieron la alarma a los que estaban trillando y cuando llegaron me vieron en medio del río.

Por la orilla que caí no podía salir, por estar llena de maleza, allí me cubría, por lo menos había un metro de profundidad y por el medio dos: la anchura del río era siete o nueve metros. No sé

qué idea me pasaría por esta cabecita rubia, sería pequeña porque tenia solo cinco añitos, dura seguro, todavía la conservo a los setenta años. Atravesé el río como pude, así aprendí a nadar a mi manera.

Cuando llegué a casa, mis padres y hermanos estaban merendando para ir a segar. Al verme mi madre chorreando agua, me preguntó que me había pasado y les di alguna versión, pero no la verdadera; como estábamos todos los días por el río, no les extrañó que llegara mojado y arañado por las zarzas. Así que llegué a tiempo, no se me olvidará, comí un trocito de chorizo, poco para que no se gastara la longaniza, esa era la costumbre del pueblo, comer poco para andar listo y no tropezar con los cantos.

Cuando se enteraron mis padres ya había comido el chorizo, si se enteran antes, hubiera merendado tortas.
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El veloz Jerónimo

Esta otra fue la del compañero Jerónimo Martínez, dos años menor que yo. Era bajito de estatura, muy fuerte de naturaleza y muy rápido corriendo. Ya nos contaba él que un día bajaba de la era de trillar hacia su casa y como iba a todo meter no cogió bien la curva y se dio contra un olmo; como Jeromín era muy niño entonces, llevó la peor parte y le quedó la nariz un poco torcida.

En otra ocasión, cuando salíamos de la escuela al mediodía, íbamos corriendo, a ver quien era más rápido, esa era la costumbre. En la plaza de Don Ricardo de la Torriente, allí a la sombra, había extendido su mercancía un cacharrero que venía con un carro, cambiando trapos viejos por platos, cazuelas, botijos y porrones. Jerónimo que venia a toda velocidad, no pudo parar en seco y cayó entre todo el tenderete. No anduvo escogiendo, pero las llevó todas seguidas. Piezas malogradas no recuerdo el número pero parece que estoy viendo las caras de todos:

Jerónimo sin sangre pero muy asustado, el trapero con las manos en la cabeza diciendo palabras muy raras y por parte de los espectadores una risa imparable.
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El gran horno de carbón

Esta fue grave y dolorosa: “el carbonero”, señor Alfredo, que por aquel entonces vivía con su numerosa familia en Valdelateja, se dedicaba al carboneo de los montes de encina, pero esta ocasión era distinta. Tenía armado un gran horno con hayas y robles que había en el valle de Valdobro, situado a unos cuatro kilómetros del pueblo. Quedamos que yo le acompañaría de día y de noche para quemar aquel monstruoso y grandísimo horno, así que construimos una choza al estilo indio para refugiarnos del frío, agua y de lo que no esperábamos, de la nieve.

El día doce de Enero madrugamos como de costumbre para subir a donde estaba el horno; había nevado mucho, pero cuando llegamos ya calentaba el sol.

Prendimos fuego al horno, pero al atardecer se cubrió de nubes y empezó a caer nieve; viendo el panorama, tapamos los respiraderos y así se apagó el fuego. Aquella noche dormimos bien, sin ningún cuidado, hablando de que había luna llena que por la noche arrasaría; por eso dice el refrán: "A la luna de Enero te he comprado, por no haber luna más clara en todo el año".

Al amanecer había un poco de nieve y una helada encima de campeonato. Como calentaba el sol, decidido: fuego al horno, y al atardecer igual que el día anterior tapamos los respiraderos.

Pero no quiso apagarse.

La noche la pasamos normal, los primeros días no daba guerra la mole de madera.

La tercera noche decidimos salir de la chabola para mirar cómo funcionaba el horno. Teníamos de puerta en la choza un saco lleno de paja. Cuando intenté quitar el saco y se resistía dije:

"Alfredo, ¿con qué demonios ataste este saco que no puedo quitarlo?". Por más que empujábamos hacia fuera no se movía, por lo que pensamos que estaría helado. Ya que no salía, tiramos hacia adentro, y cual sería nuestra sorpresa cuando vimos que la nieve tapaba toda la puerta; Había más de sesenta centímetros, ¡que desilusión!.

Como el horno necesitaba nuestros auxilios, llegamos a él, que estaba a unos quince metros, atendimos el horno y nos refugiamos en la choza. Estábamos mojados, helados, cansados y desesperados. Tuvimos que sacar la herramienta y la madera para cebar el horno, que estaban tapadas por la nieve. Todo esto a la luz de un farol con vela.

Pasada la noche, por la mañana la nevada seguía; se podía andar por encima de la nieve, porque había caído una nevada de Enero caballero y lucía el sol. Cuando fuimos a preparar la comida, una sopa de ajo o unas patatas cocidas, sorpresa: el agua que había en los dos garrafones que teníamos en la calle se había helado, y al crecer el hielo dentro del garrafón, lo lógico, reventaron, y en vez de agua teníamos hielo. Llenábamos cazuelas de nieve y las poníamos en el fuego, ese fue el método que tuvimos que emplear los días sucesivos. De comer no nos faltó, ya que sabíamos que aquello duraría alrededor de un mes.

Así pasaban los días en aquel valle en el que no se veía nada más que el cielo y no había más compañía que una torda o tordo, que también debía estar sola porque no se veían más; cuando calentaba el sol, que era casi todo el día, se ponía en la punta de un enebro y cantaba sin parar.

Una noche pudo haber sido trágica, cuando estábamos cebando el horno por ancho, porque se había abierto una gran grieta y levantaba llamas. Había que taparla con madera, pero como se nos había terminado, metimos sacos llenos de paja para tapar la grieta y así lo solucionamos. Al bajar, Alfredo se hundió en otra grieta, gritaba, solo se le veían las manos y la cabeza. Yo,

todo asustado, con todas las fuerzas que tenía y otras pocas que saqué, me eché a rodar y le saqué a rastras, ya tenía la ropa y el calzado encogidos por el calor y las llamas que salían.

El día veinticinco, hizo una noche de mucho viento, a media noche, cuando nos despertamos, zafarrancho. Con tanto aire, como teníamos fuego toda la noche, sacábamos carbón del horno para la choza. Las llamas encendieron los sacos de paja que teníamos de colchón. Como era el pan nuestro de cada día, reaccionamos pronto y los apagamos rápido.

A media mañana vimos una caravana, en fila india, por el valle arriba. Eran los vecinos de Valdelateja. Por lo que contaron, con el viento tan fuerte que hizo por la noche, por las gateras de las puertas de la calle y por las ventanas entró tanta nieve a las casas, que se asustaron, tocaron las campana y subieron a ver como estábamos.

Charlamos de cosas que habían pasado, y nos invitaron a abandonar. David, mi padre, con la lágrima en el ojo, me dijo: "¡Tú bajas con nosotros y terminado!". Yo que soy de piñón fijo, le puse las cosas un poco más fáciles de lo que las habíamos pasado, le convencí con artimañas de hijo pequeño y me quedé.

Pasaban los días, y llegó el día cuatro de febrero. Yo, aunque perdido y desterrado en este valle, ante todo era mozo, tenía veintiún años, me faltaba un mes para los veintidós, así que le dije a Alfredo que como al día siguiente era Santa Águeda, bajaría al pueblo para celebrarlo con los mozos y volvería para dormir. Me aconsejó que no lo hiciera, que tal y como estaba el paisaje, con medio metro de nieve, que hacía tres semanas que no salían los rebaños al monte a pastar, los lobos estarían hambrientos. Le di la razón, ya que era cierto, pero decidí bajar. No vio otra solución, así que me dijo: "Bueno. Cuando llegues al pueblo, si llegas, hablas con Lorenzo, Eliseo y Daniel, hombres con cincuenta años y fuertes, que cojan los caballos y que suban, que se quede Lorenzo a pasar la noche y así tu celebras la fiesta completa."

El día de Santa Águeda amaneció un día como los anteriores: helada y mucho sol. Como ya me figuraba lo que había por el camino, almorcé fuerte, patatas fritas y torreznos. Armado con una estaca en una mano, un hacha en la otra, y mi amiga la bota con vino, colgada del hombro, salí junto al compañero Alfredo, despidiéndonos como cuando se va uno para Cuba.

A los quinientos metros aproximadamente se perdía de vista la choza y el horno porque había una curva en la ladera. Me paré, pensé en abandonar la idea de bajar al pueblo. Con la nieve más arriba de la rodilla el sol reflejaba en la nieve, hacía daño en los ojos, y se veía todo muy oscuro, en vez de blanco como estaba el paisaje.

Saboreé un trago de vino y me animé a seguir la marcha. En algunos sitios me hundía y me tenía que sentar en la nieve para poder sacar los pies y pensaba: "Si vienen los lobos no hace

falta que me tiren al suelo porque estoy caído cada poco..."

Con mi ánimo acompañado de mi juventud llegué al pueblo. Cuando me vieron, todos salían al encuentro, y los mayores me preguntaban cómo me había atrevido a bajar solo, si el otro día,

relevándose, les costó llegar. Quitando mérito al peligro les decía que no estaba tan malo el camino como lo ponían, que había ido por la ladera buscando los surcos de las fincas y que por allí no estaba tan malo.

Cuando llegué a casa, la Felipa, mi madre, se abrazó como si llegara de un viaje muy largo, y me dijo que había llorado mucho y se lo creí porque estaba llorando y eso que estaba yo allí.

Hablé con los tres citados y a media mañana, con tres caballos se pusieron en camino.

La fiesta transcurría comiendo, cantando y de juerga, pero yo no estaba en mi salsa, que suele ser movida y alegre, estaba con el pensamiento en Valdobro. Me daba cuenta de lo que había pasado yo para bajar al pueblo y lo que tenían que pasar ellos para llegar hasta el horno. Los compañeros, al verme un poco diferente a otras ocasiones, me animaban, pero yo les decía que me preocupaba cómo llegarían. Si tiraban por el camino del valle había mas nieve, los caballos se meterían hasta la altura de la barriga y no podrían avanzar. Se decía que como iban tres y con caballos, llegarían bien, pero los más pesimistas decían que no lo conseguirían. La tarde iba terminándose y ellos no regresaban.

Al anochecer llegaron, contaron todo lo que habían trabajado para poder llegar y volver otra vez al pueblo. Tomaron unos tragos y se fueron a sus casas para quitarse la ropa mojada y guardar los caballos. Me quedé un poco más tranquilo para disfrutar la noche de Santa Águeda.

Al día siguiente me puse en camino siguiendo la senda que habían hecho los caballos. Vi los revolcaderos en la nieve que habían hecho al subir y al bajar. Llegue fácil a donde estaban los compañeros y comentamos algunas cosas referentes al camino. Descansé un poco y nos pusimos en camino el compañero Lorenzo y yo, le acompañé todo el valle. Al empezar a bajar

"las Parrillas" había menos nieve y quiso bajar solo hasta casa.

Regresé al corte, dispuesto a seguir peleando con bloque de carbón y humo.

Así pasaron los días, hasta que por fin se terminó de quemar el horno. El día diez subieron Lorenzo y Eduardo, que ya eran entendidos en el carboneo, para ayudarnos a sacar el carbón; tardamos tres días en dejarlo preparado.
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A la mili

Cuando llegué a casa, sorpresa: tenía una carta para presentarme en la caja de reclutas de Burgos el día uno de marzo para hacer el servicio militar.

Desestimé el mandato y me presenté el día veintiuno, después de pasar las ferias de San José que eran el diecinueve de marzo. Todos me decían: "Preséntate, que eso es cosa muy seria". Mi padre estaba que no pisaba en el suelo, todos los días decía lo mismo y por no oírle tenía que salir a la calle.

Como se pasaban los días y no me marchaba, la gente ya decía: "Éste se ha escapado", así que a David y a Felipa se les consumía la sangre.

No me pasó nada grave, al contrario, me dejaron en Burgos y muy bien recomendado. A los catorce días, me dieron quince de permiso.
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